Thursday, May 24, 2007

DESAPARECIDO

Estabamos en época de celo, principios de primavera, hace 56 días. Quizás llovía, o quizás no. Pero ese día estabas inusualmente nervioso. Correteabas por la pequeña casa como si residieras en una lata de sardinas de la que nunca podrías salir.

Recuerdo que estábamos escuchando Marea en mi habitación. Tú, tumbado encima de la pantalla, observabas como empaquetaba mis cosas, con algo de prisa, pues el coche ya estaba aparcado abajo y esperaba nuestra llegada.
Mana miraba con ojos cansados a la bolsa de viaje, en la que minutos después la meteria pese a su voluntad, dando rienda suelta al río de maullidos y lamentos que ensordeció mis oídos tras el acto.

Tú eras distinto. Me mirabas, manso, fundiendo tus intereses con los míos en lo que quizás fuera la mentira de tu fidelidad. Me gustaba como me mirabas, con la cabecita ladeada, atento a mis movimientos. A veces maullabas y me mirabas a los ojos con serenidad, como si un sólo maullido pudiera preguntarme todo lo que querías saber.
Cuando todo estuvo listo, te cogí con dulzura, te abracé, y nos tumbamos en la cama. Cerraste los ojos, como siempre, mientras sentías mis manos sobre tu pelo, y ronrroneaste de aquella manera tan bajita que nadie podía oír, escepto yo.
- Menos mal que estás aquí. - Mi voz en un susurro se escapó de mis labios, que tras expulsar estas palabras, besaron una de tus orejitas.

Newton abrió la puerta de casa, venía a llevarse las maletas y la bolsa de viaje donde deberían estar los dos gatos. Cuidadosamente, abrí la cremallera y te metí dentro, junto al manojo de nervios que no paraba de maullar.

El coche ya había arrancado, y tu mirabas alrededor pasivamente, con los ojos entrecerrados, tendido en la bolsa, mientras Mana andaba de acá para allá aún sin dejar de maullar.
Paramos en la primera gasolinera, y yo decidí - De lo que me alegro mucho ahora- cogerte en brazos lo que quedaba de trayecto.
Reposé tus patitas sobre mi regazo y te tumbaste enseguida, quizás con frío, porque al rato empezaste a tiritar, por lo que te metí bajo mi camiseta y te rodeé con mis brazos.
Al fin llegamos, y -He de decirlo- decidí paliar tus ansias de libertad cerrando cada puerta y ventana. Lo que hizo que te pusieras nervioso... Más nervioso que nunca.
Llegó la noche y seguías maullándome, pidiéndome un poco de aire libre... Pero yo sabía lo que pasaría. Lo sabía, y no quería que te fueras. Así que empecé a hablarte suavito.
-Edgar, no quiero perderte... Por favor, para. No me dejas dormir. -
Seguías insistiendo, intentando abrir la ventana con las patas, así que te cogí y te abracé contra mi pecho, bajo las sábanas, pero tú quería irte, así que te dejé marchar.
-Edgar, cállate, por favor. -
No paraste, tus maullidos me ponían histérica y el cansancio del viaje hacía eco en mí. Algo estalló en mi pecho, quizás la ira, quizás el sueño, pero me volví soez e irascible.
- ¡EDGAR! Cállate ya. No vas a salir, porque no quiero que te mueras.
No cesabas en su empeño por salir.
- MIRA, VETE. ¡FUERA DE AQUI!
Edgar posó sus patitas en el umbral de la puerta y volvió a maullar.
- ¡QUE TE VAYAS!

Fue la última vez que te ví.
A la mañana siguiente, Xili abrió la ventana de la cocina, dejándote marchar.
Y desde entonces te busco, sin dejar de llorar un sólo día por tu ausencia, por mis últimas palabras, por nuestra última impresión.
Me faltas.
Vuelve.